lunes, 12 de septiembre de 2011

¡Ven! Te convido una leche de arcoíris

Para Daniela










A diferencia de algunos conocidos y cercanos que en su infancia jamás se mudaron de casa o vivieron con cierta estabilidad, yo tuve una infancia, a mi parecer, extraña y llena de giros abruptos.

Por ejemplo, una temporada de la década del 80 viví en una comuna hippie en Xochimilco habitada por maestros de la UAM -X, artistas, centroamericanos que huían de la guerrilla de su país (perseguidos políticos), teatreros y antropólogos. Las únicas infantes éramos mi hermana (no de sangre) y yo.

Recuerdo que era una casa enorme frente a un canal algo oloroso, tenía un jardín agradable con muchos árboles, más de 10 habitaciones, mucho espacio para jugar y unos gatos que fueron buenos acompañantes. Todos compartíamos las áreas comunes y cada quien tenía una recámara. Mi mamá y su esposo tenía una inmensa que dividieron en dos, una fracción les pertenecía a ellos y la otra mitad a nosotras.

Daniela y yo éramos hijas únicas, pero al unirse nuestros padres nos convertimos en hermanas, ella ya no tenía mamá y mi papá se había marchado. Ella siempre fue la mayor, porque aunque sólo me lleva tres semanas de edad, siempre fue más fuerte y madura en todo.

Nos tocó sortear muchas vivencias juntas, algunas felices y otras duras. Mi madre y su padre creían en un sistema de educación alternativo que en otras circunstancias, pienso, habría sido más fácil de sobrellevar, pero nuestra realidad económica y social era totalmente opuesta al plan que ellos concebían.

No teníamos televisor, no teníamos días de Reyes magos, no nos dejaban comer hamburguesas radioactivas de Mc Donalds o beber coca cola, nunca nos compraron barbies y jamás llevamos un sándwich o boing de almuerzo.

Éramos de extrema izquierda, sin religión, a cambio había radio en casa todas las mañanas, muchos discos de acetato, nuestros dulces de preferencia eran tradicionales del país, bebíamos agua simple y nuestros juguetes mayoritariamente, también eran mexicanos o sin una supuesta marca que promoviera estereotipos, los Reyes dejaron de existir a los tres años de edad, se intercambiaban por compras cuantiosas de libros cuando había Feria del libro infantil y juvenil, nuestros almuerzos fueron frutos secos como dátiles, pasas, nueces o fruta fresca.

Walt Disney era un farsante, entonces nos leían varias noches, antes de dormir, cuentos con la versión real y no maquillada, de pronto la Sirenita nunca se casó con el príncipe, ella decidió convertirse por unas horas en mortal para después mutuar en espuma de mar y morir.

El diez de mayo era una invención de la Iglesia y el Gobierno y toda mujer valía por sus actos de vida, no por parir. Y así tengo una larga cantidad de ejemplos de mi radical familia. Supongo que en su ideal educativo, ellos no repararon lo difícil que fue enfrentar en una escuela pública no llevar juguetes nuevos un 6 de enero y pasar como las niñas pobres de la primaria o como las hijas del diablo por no ser católicas o las excluidas por no saber quién es Remy o Raúl Velásco.

Muchas veces a esa edad pensaba: no soy pobre voy a clases de bale con pianista, sólo no tenemos televisión porque atonta a los niños. Era duro, o para mí lo fue, y creo que para Daniela algunas vivencias también lo fueron.

Irónicamente nuestros padres en sus peores etapas económicas fingían cierta estabilidad y trataban de llenar de alegría nuestras vidas. Hay un recuerdo muy amargo, tan amargo que termina por abrir las emociones y sabe dulce, un recuerdo trílce.

Mi hermana y yo odiábamos la leche simple y más si era caliente, creo aún nos sucede, entonces mi madre por muchos meses nos daba de merienda una leche que nombró como la leche de arcoíris.

Daniela y yo volábamos pensando que mi madre era única, ¡qué maravillosa idea! ¡Tomar leche de arcoíris!, una inocente y candorosa manera de creer que un arcoíris endulzaba la leche. ¿Y cómo era posible esto?

Con las limitaciones que se cargaban nuestros padres, al no poder si quiera comprar chocolate en polvo para la leche, ante nuestra negativa de beber leche con esencia de vainilla, mi madre puso en leche tibia unos pocos de chochitos de colores que además de endulzarla, la teñían con un espiral en forma de ya citado fenómeno óptico.

Cenas felices, muy felices, podíamos ser pobres por no tener televisión, pero nadie en las escuela tenía nuestra leche.

Hasta que un día cuando la conciencia inicia su madurez, ya lejos de mi hermana por la inminente separación de nuestros padres, uno se da cuenta que los chochitos eran la opción más económica para pintar la leche que agregar una cucharada de chocolate.

El otro día tomaba café con mi hermana y una querida amiga recordábamos dicha vivencia, reíamos por lo crédulas que fuimos y a la par se asomaba una pequeña lágrima. Decía Daniela: te sientes el niño más afortunado hasta que creces y descubres que tu vida fue como la película de La vida es bella, por la dureza (no por la guerra), tu padre inventa una realidad para que no sufras lo inexplicable y tu jamás te das cuenta.

Óleo sobre lienzo de: Saptarshi, Naskar. Luz, India, 2011.

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